lunes, 22 de septiembre de 2014

EL INCONSCIENTE COLECTIVO - PATRICK HARPUR


A parte de nuestra vida consciente (que, erróneamente se considera como nuestro yo), hay una vida inconsciente que en general se ignora. El inconsciente es el depositario de nuestra experiencia pasada, parte de la cual se puede recordar conscientemente a voluntad (memoria); pero con otras partes no ocurre así, puesto que están reprimidas. No obstante, un contenido reprimido no desaparece sin más, sino que continúa ejerciendo una influencia soterrada en nuestras vidas, reapareciendo de forma indirecta como neurosis. A grandes rasgos, la tarea del psicoanálisis es alentar al paciente para que saque a la luz esta experiencia olvidada o reprimida –a menudo en la infancia-, para así deshacer el nudo psicológico que está provocando la neurosis y sus poco deseables síntomas.

Pero, a diferencia de Freud, Jung trataba con pacientes que sufrían perturbaciones más serias, psicosis más que neurosis, y en sus delirios y fantasías percibió gran cantidad de imágenes y motivos que no era posible explicar recurriendo a sus vidas personales. Por ejemplo, un paciente podía albergar ideas y creencias fantásticas que no hallaran ninguna analogía más que en algún esotérico mito gnóstico. Así que Jung se vio obligado a reconocer un nivel más profundo de la psique que contenía la experiencia pasada no solo de nuestras vidas personales, sino de toda la especie. Llamó a este nivel de la psique “el inconsciente colectivo”. Para distinguirlo del subconsciente de Freud (al que, a su vez, rebautizó como “inconsciente personal”).

Si Jung describía el inconsciente en términos de estratos o niveles, era solo una manera de hablar. El inconsciente en sí no puede describirse; solo puede representarse mediante metáforas. No se divide en niveles de forma nítida, por ejemplo. Más bien es océanico, cambiante, un hervidero en constante fluctuación. En efecto, el océano era la metáfora preferida de Jung, según la cual la conciencia es, por supuesto, tan solo una pequeña isla que emerge y está rodeada de la vasta fluidez del inconsciente.

El contenido del inconsciente es un mar de imágenes. Normalmente son visuales, pero no exclusivamente, ya que pueden ser abstracciones, modelos, ideas, inspiraciones e incluso humores. Las imágenes del inconsciente colectivo son representaciones de lo que Jung llamaba “arquetipos”. No era una idea nueva –se remonta a Platón, que postulaba un universo ideal de formas, del que todo lo que hay en este mundo sería una simple copia-, pero sí era nueva idea aplicada a la psicología. Los arquetipos son paradójicos. No pueden conocerse en sí mismos, pero pueden conocerse de manera indirecta a través de sus imágenes. Son impersonales por definición, pero se pueden manifestar personalmente. Por ejemplo, el arquetipo que se encuentra, por así decirlo, más cerca de la superficie se denomina sombra. A un nivel personal, encarna nuestro lado inferior, todos nuestros rasgos reprimidos. Podría aparecer en sueños y fantasías, por lo tanto, como un gemelo secreto o un conocido al que se desprecia o un hermanastro idiota. Al mismo tiempo, nuestras sombras personales están enraizadas en una sombra colectiva impersonal, el arquetipo del mal, como el que representa el Diablo cristiano.

Es más común encontrar una imagen arquetípica indirecta (es decir, en proyección) que directamente. Aquí se hace evidente lo acertado del término sombra. Y es que el arquetipo se salta totalmente la conciencia y proyecta una sombra sobre el mundo exterior. Entonces nos encontramos con lo que está dentro de nosotros como si estuviera fuera. Un objeto o una persona del mundo pueden recibir una proyección y cargarse de repente de un significado arquetípico. Cuando nos enamoramos locamente de alguien de quien sabemos muy poca cosa, lo más común es que hayamos caído presa de una “proyección del anima”, que recubre a la persona real y la imbuye de un significado casi sagrado. El anima (o, en una mujer, el animus) es el segundo arquetipo importante descubierto por Jung. Es el principio femenino en el hombre, la personificación inconsciente en sí. Como tal, son infinitas las imágenes con las que se representa: virgen, bruja, esposa, chica-del-montón, diosa, ninfa, lamia, etc.

El arquetipo que más nos concierne es el que Jung denominó sí-mismo, el objetivo de toda vida psíquica, de todo desarrollo personal, que él llamaba individuación. Este proceso constituye la tarea más importante de nuestras vidas, en el transcurso de las cuales se supone que debemos hacer conscientes, en la medida de lo posible, los contenidos de nuestro inconsciente, por ejemplo, dejando de proyectar en el mundo. El resultado es la expansión de la personalidad y, finalmente, un estado de completud que abraza incluso los aspectos más oscuros y contradictorios de nosotros mismos. El arquetipo del sí-mismo está prefigurado en la imagen del Anciano Sabio y se consuma en su matrimonio místico con el anima. Pero tales personificaciones no son las únicas imágenes del sí mismo. Éstas también se dan en formas abstractas, particularmente en patrones circulares, a menudo divididos en cuatro, que las religiones orientales interpretan desde hace mucho y a los que denominan mandalas. Estas imágenes pueden darse espontáneamente hacia el principio del proceso de individuación, o en una crisis en nuestra vida psíquica, como guía hacia –y como muestra de- el objetivo final. Jung creía que los “platillos volantes” eran como mandalas; en otras palabras, que los ovnis son proyecciones del inconsciente colectivo.

Texto tomado de "Realidad Daimónica - Patrick Harpur"

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